lunes, 23 de marzo de 2015

De Las Flores de Cerezo o lo Efímero de la Existencia…

CULTURA A DOMICILIO                                                 

Por: Paloma Cuevas Ramos

Twitter: @PalomaCuevasR



“Siempre quise ir a Japón con él. Ver el Monte Fuji y las flores del cerezo. No me imagino viendo algo sin mi esposo. Sería como no ver nada. ¿Cómo podría vivir sin él?” Con esta frase inicia Las Flores del Cerezo (Kirschblüten en su título en alemán / Hanami en su título en japonés), una entrañable coproducción
franco-alemana del año 2008 dirigida por la única mujer de esta nacionalidad que ha tenido aceptación alrededor del mundo: Doris Dörrie, en un claro homenaje al inolvidable Yasojiro Ozu y en una clara alegoría a “Viaje a Tokio” (1953), con las debidas distancias y que logra imponerse por la hondura de la sencillez de la premisa, en una convivencia entre culturas, tomando los temas básicos abordados a partir de la cultura nipona por Ozu y tejidos a través de la visión Alemana por Dörrie…


El amor de una esposa, (obviamente rutinario pero intacto) al paso de los años hace que Trudie (Hannelore Elsner) se proponga a partir del conocimiento de la enfermedad terminal de su marido Rudi (Elmar Wepper) el viajar a Japón y compartir con él sus anhelos, generar un vínculo siendo su hijo Karl el pretexto perfecto ya que él vive en Tokio, sin embargo Rudi es bastante terco y carente de espíritu aventurero y le hace saber a su mujer que saldría mucho más barato si fuera Karl quien los visitara, ya que además para Rudi el monte Fuji no es más que una montaña como cualquier otra. Ambos deciden entonces visitar a sus otros dos hijos en Berlín, descubriendo por supuesto que ellos ya no forman parte de los planes de un hijo casado que se hace cargo de su familia y de una hija bastante resentida que vive una relación lésbica y a quien poco le importa relacionarse con sus padres, al parecer la única interesada en conocerlos mejor es la pareja de su hija quien demuestra sensibilidad al acompañar a Trudie a un espectáculo de danza Butoh, en la que Trudie se muestra como una mujer encerrada en el cuerpo de una ama de casa y en el que su nuera la descubre como tal.


 Al advertir la indiferencia de sus hijos Trudie y Rudi deciden pasar una temporada en la playa en donde ella se muestra amorosa y libre para disfrutar con su marido, quien extrañado no reconoce a la mujer con la que vive. Después de una noche en que bailan juntos Trudie muere apaciblemente al amanecer de forma repentina en un hotel…  (Demostración de que las sentencias de muerte no son anunciadas, se vive como se quiere, mientras se puede).
Rudi se encuentra huérfano de hijos si es que la expresión es posible y si no pues deberé utilizarla ante la falta de sensibilidad que estos demuestran, y con la profunda herida que le representa la falta de Trudie  decide emprender un viaje a Tokio para encontrarse con los sueños de su desconocida amada.
Las motivaciones del cine de Yasujiro Ozu son retomadas de forma natural por Dörrie en Las Flores del Cerezo: incomunicación generacional, hábitos cotidianos, la soledad extrema ante la imposibilidad de retroceder el tiempo. No existe forma en que los Angermeier se reencuentren o reconecten y ante la ausencia de Trudie solo queda la inexistencia de Rudi y el terror que él experimenta de que ella deje de ser eterna cuando dice: “Mis recuerdos de ella están en mi cuerpo y cuando yo muera ¿dónde quedarán?”

La insoportable ligereza de la existencia, la sensación de fugacidad y de la imposibilidad de detener el paso del tiempo, además de la ignorancia de Rudi de su propia sentencia de muerte, en esta soledad y ante el aislamiento al que su propio hijo confina a Rudi son la razón perfecta para buscar en el exterior lo que se sabe que desgarra desde adentro; es así como Rudi conoce a Yu  (Aya Irizuki) una mujer - niña que practica la danza Butoh y a pesar de sus diferencias comienzan una hermosa amistad que terminará por acercar a Rudi a su mujer a pesar de la distancia de la inexistencia, porque en su recuerdo y en honor a la vida se entera de que la danza que su mujer practicaba no es más que la danza de las sombras y que son ellas (su sombra y la de Trudie) lo que los mantiene unidos a pesar de la distancia insondable de la vida.

Rudi descubre a través de los ojos inmensos y siempre sorprendidos de Yu nuevamente la belleza de vivir el día con día, bebe cerveza, sonríe, habla a pesar de saberse indefenso e inconmesurablemente solo.
El llevar a todos lados la ropa de su mujer y aún vestirla para sentirse cercano a ella, como metáfora dolorosa que no admite juicios, ¿desde cuándo es el amor algo que tenga lógica?

Yu y Rudi viajan para conocer juntos el monte Fuji que se empeña en no dejarse ver, en demostrar que los momentos son perfectos cuando llegan, para que en un amanecer memorable Rudi baile libremente y muera abrazado por la sombra de su amada a los pies de un sueño que por fin se vuelve realidad, a fin de cuentas “El paraíso está, donde está la felicidad.”

Existe una tierna belleza en la inocente promesa de un amor eterno… y con eso me despido por hoy queridos todos deseándoles que la vida los premie con un amor de esos de los que vale la pena escribir, pero más aún de los que vale la pena vivir, para sonreír al momento de dejar estos cuerpos…

Los invito a escucharme los martes y los jueves en Pillowbook, en donde disfrutaremos de buena música acompañados de lo mejor que la cultura tiene para ofrecernos: http://palomacuevasradio.listen2myradio.com


D.R. Paloma Cuevas R. 2015










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